La Escuela de Buenos Aires 2


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En una levedad casi recuerdo que la gente escondía sol en sus maletas para bajar a Humocaro pero el sol se le volvía lluvia también. Yo me puse cobijas y me amarré a mi cama de palo que había hecho Pepe (un hombre que soñó con hacer una casa y una familia al borde de los eucaliptos y todo se le hizo verdad). 

Yo descubrí que ese lugar pertenecía a la lluvia. Que era de lluvia y crecidas de río. Que sus animales traen lluvia en sus patas para escapar de los cazadores. Que los cazadores a pesar de cargar luna en el aguardiente, no pueden alcanzar a los animales de aquel lugar porque aquel lugar le pertenece a las más altas lluvias y a las crecidas que saltan como alas sobre las piedras inmensas y sobre los puentes. Que la noche suena toda la noche. Y la quebrada reza y se puede dormir tranquilo. Sin ningún espanto.

Esa gente había nacido de los árboles, de las piedras, de las quebradas y del verde. Dicen que habían nacido de la madrugada como los gallos porque en la noche no se escuchaba nada. No había nadie. Ellos se parecían a la montaña. Cunado comían,crecía el viento con un gran remolino en el aire o hacía un sol lleno de grillos y mariposas saltando por el monte. Yo los vi pero no pude quedarme.

Para quedarse había que guardar nubecitas en los bolsillos y a mí se me iban volando cada vez que trataba. Me puse viejo muy rápido y nunca pude guardar una. Las he visto, sí. dibujando distintas cosas, colgadas del cielo. 



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En estos días me he alejado mucho. Estoy lejos.


También dicen que cuando empezaron a crecer, cuando brotaron, lo primero que se les vio fue las manos. Y al rato comenzaron a sembrar maíz y arvejas y a cantar todos y a hacer arepas y cachapas y a beber miche y a bailar y a juntar aguas para hacer una quebrada. Hicieron un fogón con una voz de tizones que les salía de las mismas manos de trabajar y abrazarse.

Le salían fiestas de los abrazos y de las palabras. Los vi pero no supe nunca. La música les salía de los pies cuando bailaban. Los cuatros, los quintos, las tamboras, todos los instrumentos musicales eran excusas entre sus manos. Yo les había regalado un cuatro de mentira y me fui a dormir y soñé mucho. Soñé que estaba cantando y tocando muy bueno, en una oscuridad. Casi todos los sueños tienen oscuridad. Será para que uno  les ponga luciérnagas cuando despierte.

José  Ramón Román, el otro patriarca, había venido de Carache donde había aprendido la dureza. Hablaba con piedras en la boca, con truenos y noche. Decía "no . . . no . . . no" y soltaba un cuento, una historia suya. Era un viejo blanco y  pequeño pero inmenso en el trabajo y en el rigor. Sus hijos le obedecían y lo cuidaron mucho. Le gustaban los caballos y las navajas. Muy ronca el alma que protegía con su carpeta andina.

Otros como los Ruices, escaparon al pueblo. La señora enfermó y el viejo se la llevó y se quedó también, dejaron a Benjamín  un poco asustado, ordeñando las vacas.

Chacra se fue con sus trompos y jamás regresó. Se quedó Celia en el fogón tendiendo arepas y quemándose los ojos. Una historia de ir y venir por las veredas. Mano Tino la acompañó un rato y se fue en estos días. Celia parece que está en el Bajo con una de sus hijas con ganas de regresarse otra vez.

Al norte de la lluvia se apagaban el arcoiris y los cocuyos para que la tarde se metiera en la cocina de las casas. Ahí, en el barro del fogón alto, se acurrucuban mujeres, hombres y niños, a contarse el día, a mirarse la brisa que cada uno traía del monte, a escuchar los grillos que brincaban de cada historia y de todos los gestos.

Chona se reía duro con la cara tostada por el patio y la leña encendida. Pequeñita como una bella gallina se  movía haciendo cosas por todas partes. Molía, tendía arepas, criaba animales, tostaba café y festejaba la llegada del mundo cada día al lado de su viejo y sus muchachos en una perfecta música desordenada.

Gregoria, la de José Ramón, tenía caramelo en los ojos y miraba siempre desde cierta timidez y una inocencia que no quiere perderse toda. Hacía queso y cuajada para la casa y para vender, envueltas en hojas de monte. En realidad todas las mujeres conocen el secreto de las vacas y los animales además de hacer  sombreros de palma, redondos y amarillos, casi blancos que a los días se ponen pardos

Teodora, mirando siempre desde lejos aunque esté cerca, desde su alma nacida del barro, anuncia su fuerza de vida. Ofrece volao y amasijo antes del viaje. Los tomo como quien recibe la hostia no merecida.

II.

"El buey por los cachos y el hombre por la palabra", es el código de honor de los patriarcas. Todos lo saben. Para eso tienen las manos duras de arrancar yerbas y de sembrar y cosechar la honestidad. Su andar es sereno, firme, seguro y lleva el ritmo de lo verde y de las alturas. Sus frentes sudadas llevan marcas de tierra y cielo. De lluvia recia envuelta en blusas gruesas.


III


Éramos sesenta. Siempre eran sesenta. Si se iba alguien, si llegaba alguien, seguíamos siendo sesenta. Y el camino traía y llevaba polvo y  yerbas. 

A veces el día se llenaba de visitantes que venían de lejos para conocer el asombro de aquel lugar,  para ver su cielo, azulito, limpio, simple.

Muchas miradas regresaron hasta la lluvia. Los vimos pasar muchas veces, haciendo bulla, riendo, preguntando, alegres. Algunos se hicieron nuestros. Algunos se intimidaron ante el cielo tan hermoso, tan lleno de estrellas y eternidad. Se es tan pequeño en aquel lugar.

A veces la noche tenía sustos. Se reza y se calla. Se confía. De alguna forma no se está tan solo. Una vez la luz de mi linterna me despertó sin ruido en medio de un sueño extraño. Me rescató el salmo que me acompaña, aún hoy.

Los caminos que hice (tan míos), se llenaron de gente. Fuimos una brisa, todos, fuimos monte de pájaros  Pero la mesa de estar sin nadie estaba a la entrada.



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