La
Escuela de Buenos Aires. (DOUGLAS ALBERTO CHOURIO HERNÁNDEZ)
I
Se trata de un cielo azul, muy
azul. El cielo más hermoso que he visto. Y se ha quedado adentro desde esos
días de juventud y cierta bondad. Era un pueblo muy pequeño adonde llegué aquel día para enseñarme a vivir sin
sobresaltos, sin mezquindad. Un pueblo lleno de inmensas alturas, de animales,
lluvia y ruido de quebrada.
Badillo, la quebrada. La
hicieron los primeros hombres sembrando palos que traía el ministerio, antes
que se acabara la otra, la que por el chimó y el tabaco quería irse como otros ríos que ya no están.
Por eso digo que a Badillo la
hicieron aquellos hombres y mujeres que después yo conocí en su vejez mientras
festejábamos y Antonio Hernández y sus hijos tocaban el Tamunangue y Ricardo
Colmenárez y Ricardito se echaban garrote en la batalla. Las mujeres
tenían las manos de maíz y trigo oscuro.
II
¿ Cómo comenzar una historia que acaba de perderse? ¿A quién preguntar? ¿ Dónde está lo que comienza a faltar en el alma de nosotros, los olvidadizos? Mejor, no pedir permiso y atropellar un poco a la memoria. A ver si puede perdonarme este atardecer que ya comienza a secarse en las manos. A fin de cuentas, es mi historia. La que me pedí a mi mismo desde el silencio y la humedad de los ojos.
Toda la historia duró como diez años. Sí como diez años, pero tan apretadita que se volvió un solo día. Quizá por eso se pudo repetir tantas veces, durante tantos años hasta que no se supo más, no se volvió a repetir, nadie la volvió a escuchar ni a contar. Nadie volvió a preguntar: "¿Se acuerdan de aquella historia tan bonita que hablaba de un pueblo muy pequeño que unos indígenas dejaron sembrado en una montaña hermosa y verde, y llena de niebla y cielo, con un sonido de quebrada y pájaros con una luna linda como una mamá?
Y nadie, por supuesto, podía contestar: "Sí, me acuerdo, era un pueblo que siempre tenía sesenta habitantes, tenía sus perros, sus gallinas, sus gatos. Era un pueblo con madera y alambres de púas, con sus casas de barro y techos de cinc, con siembras paraditas mirando siempre para el camino, con matas de maíz. Que tenía guacharacas para alborotar el atardecer, un poco antes que la noche comenzara a asomarse a través de las estrellas."
Era un pueblo que tenía lluvias . . . unas lluvias larguísimas que sonaban en el aire como si fueran todo el cielo. Era una lluvia que tenía el olor del cielo. Que a veces le gustaba quedarse a acompañar a la gente y no se iba y se quedaba y entonces comenzaba a crecer lluvia entre las piedras, de los árboles, de los animales crecía lluvia, de los niños salia una lluvia tibiecita, de las manos crecía lluvia y daba risas comer porque la comida se enfriaba rapidito y había que comer como un relámpago y había que asomarse a ver todo desde los ojos de la lluvia."
Y claro, ya nadie podía contestar:"Sí, es verdad, y cuando la lluvia se volvía compañía, alargándose hasta los páramos, más allá de la Peña de Don Toribio, más allá de la casa de Roque, de la Fila del Viento, de Almorzadero, más allá de Las Rosas y El Cendé, donde se pierde la gente y no se encuentra y se tulle. Cuando la lluvia se quedaba, todos sabían que se estaban cumpliendo ls promesas el cielo." Uno se va por una culebra larga que se va torciendo desde Humocaro hasta llegar a la entrada de las nubes y una niebla delgada nos recibe como una iglesia blanca con su plaza.
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